Es viernes. Las cinco de la tarde, aproximadamente. El fin de semana comienza como uno de tantos. Los viajeros se lanzan a la carretera. Poner kilómetros de por medio parece el único remedio eficaz para escapar de la rutina. Un detalle: aunque es abril, nieva intensamente. Una vez rebasados el área de servicio de la autopista y el peaje, a escasos minutos de allí les aguarda el túnel. La pendiente helada que se abre tras él, un cervatillo travieso y la arrogancia de un chulo a bordo de su todoterreno provocarán un enorme atasco en la autovía que permanecerá bloqueada durante varias horas.
La carretera de por sí suele ejercer el papel de psicóloga paciente que nos tumba en su diván y nos interroga una y otra vez, sin urgencias, ofreciéndonos la oportunidad de tomarnos nuestro tiempo. Las ilusiones y el revuelo inicial propios del comienzo de un viaje se ven amortiguados por la presencia perturbadora de la nieve. La naturaleza impone la quietud y el silencio. La sensación de impotencia queda simbolizada en la gran caravana, inmóvil sobre el asfalto blanquecino y húmedo. Los sentimientos son convocados.Se espabilan los recuerdos. Hay cicatrices que se reabren. Todo invita a reordenar las estanterías del alma.
El negro asfalto se convierte en espejo, y nuestra imagen en la de un náufrago rodeado de alquitrán y contradicción que sobrevive a base de mínimas treguas. Aún así, mientras tarareamos aquella canción mentirosa de Police, anhelamos que en nuestra isla desembarque una botella con un hermoso mensaje en su interior escrito con buena letra, a ser posible. No suele ocurrir y, si lo hace, comprobamos que se trata de una lata de cerveza desteñida y vacía, recubierta de agua y sal; además está agujereada, tal vez el mordisco de algún tiburón despistado o miope.
Sé que es complicado enviar mensajes en botellas a través de carreteras secundarias, lo normal es que las atropellen o acaben olvidadas en la cuneta. Puede que sea la estúpida tendencia de los que habitamos en ciudades lluviosas y sin playa. De cualquier forma, aquí te va el mío, desnudo, sin envase, amparado por la complicidad de sabernos náufragos los dos.

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