Los primeros tanteos datan de octubre de 2007, recién terminado "En doble fila". En realidad, lo que yo quería contar por aquel entonces, mis necesidades, exigían un estilo concreto de narración, algo similar a una colección de cartas, en primera persona. El lugar desde donde se escribían podía ser una isla o cualquier lugar apropiado para un naúfrago, aunque también barajé las posibilidades de utilizar ese extraño lugar invisible denominado por algunos como purgatorio. Las cartas provendrían de allí, tras la muerte del escritor, fatal encargado de advertir al destinatario de dichas misivas. Llegué a pensar hasta el título: "Cartas a Crusoe".
Por otro lado surge la idea de un road-book, una historia de carretera en la que los protagonistas viajan hacia un lugar concreto pero sucede algo que trastoca todos los planes.
Y así, jugando al cara y cruz, las cartas naúfragas, pares, y el viaje torcido, nones, me pasé varios meses.
Pero aquello no acababa de cuajar. Y venga a emborronar hojas y a sopesar posibilidades, a tantear posibles apaños entre relatos de cartas, naufragios y carreteras. Los sábados temprano, en ese punto difuso donde el amanecer congrega, como cantaba Sabina, al borracho y al madrugador. me quedaba el consuelo de un café caliente y un pincho o un bollo en el Oihuka, la ya célebre cafetería que aparece en casi todos mis libros, y una conversación con mi hermano.
Hasta que un 28 DE MARZO DE 2008, a la salida del peaje en Altube, me adelantó un 405 color granate. En la ventanilla derecha de detrás aparecía una joven de pelo oscuro, con un chaquetón azul y los cuellos subidos. En ese momento supe que la novela había empezado, que en la carretera existen muchas historias esperando ser contadas.
No obstante, rebuscando en las tripas del disco duro de mi antiguo portátil, topé con un documento chocante y entrometido con fecha 22 de mayo de 2008 que se titulaba "carta de muestra" y plasmaba la idea epistolar que volvía a resurgir, por si pudiera ser entremezclada con la historia de carretera. Se la envié a una amiga para que me diera su opinión, y aunque no me la dio, la idea siguió revolotenado durante unas semanas. A continuación la carta:
Y vuelta tras vuelta, ideé una obra de tres cuerpos (y alguno pensará: claro, por eso tres relojes de arena ). Pues no. Error. El título original iba a ser TELMO Y LUIS. Una historia de carretera contada entre paréntesis. Horrible. Menos mal, que al poco apareció un anuncio de una marca de combustible cuyo lema era precisamente Telmo y Luis. Al principio, frustrado, pensé que me lo habían pisado, pero después me alegré. Así que opté por los relojes de arena, que no serían ni uno ni más de cinco. El propio texto dictaría el número. Y dictó tres, posiblemente porque tenga que ver con el tiempo: pasado presente y futuro o con las partes del propio objeto: la superior, la inferior y el estrechamiento por donde desciende la arena.
Pero aquello no acababa de cuajar. Y venga a emborronar hojas y a sopesar posibilidades, a tantear posibles apaños entre relatos de cartas, naufragios y carreteras. Los sábados temprano, en ese punto difuso donde el amanecer congrega, como cantaba Sabina, al borracho y al madrugador. me quedaba el consuelo de un café caliente y un pincho o un bollo en el Oihuka, la ya célebre cafetería que aparece en casi todos mis libros, y una conversación con mi hermano.
Hasta que un 28 DE MARZO DE 2008, a la salida del peaje en Altube, me adelantó un 405 color granate. En la ventanilla derecha de detrás aparecía una joven de pelo oscuro, con un chaquetón azul y los cuellos subidos. En ese momento supe que la novela había empezado, que en la carretera existen muchas historias esperando ser contadas.
No obstante, rebuscando en las tripas del disco duro de mi antiguo portátil, topé con un documento chocante y entrometido con fecha 22 de mayo de 2008 que se titulaba "carta de muestra" y plasmaba la idea epistolar que volvía a resurgir, por si pudiera ser entremezclada con la historia de carretera. Se la envié a una amiga para que me diera su opinión, y aunque no me la dio, la idea siguió revolotenado durante unas semanas. A continuación la carta:
Conversaciones como la de ayer contribuyen a que resurjan pensamientos dormidos, sensaciones aplazadas, sentimientos amordazados por la rutina. Al día siguiente uno se levanta aturdido igual que siempre pero un poco más, como más consciente de ese mar de fondo que permanece inmutable ajeno al viento que sopla por encima de las olas o de la espuma originada por la velocidad del agua. Por eso uno regresa al polvo, a mascarlo, a degustar la sequedad de su sabor, a sentir la dentera cundo choca contra las muelas y chirría y araña las encías. Entonces, en un acto de estúpida supervivencia uno rebusca en el diccionario de sus pecados y recupera frases notorias e igualmente estúpidas como aquella que apunté con mala letra en una libreta de pastas negras víctima de mis disparates y ocurrencias; ésta concretamente surgió a la altura de Murguía -la carretera como siempre fuente de inspiración y de fracaso- y por la noche la anoté en la página del 7 de abril, cuatro días antes de mi cumpleaños (cumpleaños feliz, te deseamos todos cumpleaños feliz,tralari, tralará): “AL FIN Y AL CABO SE TRATA DE APRENDER A CONVIVIR CON LAS PEQUEÑAS DERROTAS DE CADA DÍA”. Toma castaña pilonga, y me quedé tan ancho. Debajo en la misma página sin venir mucho a cuento, ¿o tal ve sí?, apunté dos sabinadas “busco acaso un encuentro que me ilumine el día”y “y la vida siguió como siguen las cosas que no tienen mucho sentido”.
Supongo que a estas alturas de la lectura estarás dando botes de alegría y te habrá invadido una melodía interna pariente cercana del gozo y de la esperanza. Otra vez suena en el CD de Cocker, todavía no me has traducido aquello de “I put a spell on you”, aunque un viejo diccionario me informó de que tiene algo que ver con los hechizos. ¿Sabías que esta canción pertenece a la década de los 50 y su autor e interprete era un medio loco apellidado Hawkins? Pues ya lo sabes. Si te escribo, esto no es un e-mail, es una carta, de esas, de las de antes, ya te dije que aparte de contemplar que me hago viejo, soy un antiguo. Tal vez, toda esta tontería con la que acabo aburriendo no sea sino un mecanismo de defensa para combatir la indescifrable e inquietante sensación que me invade cuando le miro a los ojos al que me observa desafiante desde el otro lado del espejo. Pienso, como decía que las cartas tienen su encanto especial, como los mensajes dentrote las botellas y las cicatrices en las curtidas mejillas de los bucaneros y esto no es más que un botón de muestra de mi primer proyecto para el nuevo libro: una colección de cartas como esta, o peores, dirigidas a ti.
Como pensé que todo aquello tenía que ver más con una especie de diario, testamento prematuro y anticipado para mis descendientes y club de fans, decidí, sin variar los contenidos, obsequiar al lector con una narración más novelesca, aunque no pase nada de especial. Pero, como todavía no comencé el relato en serio, esto es lo primero incoherentemente coherente que escribo desde hace meses, simplemente te utilizo sin tu permiso como conejita de indias, que no tiene nada que ver con las de Playboy, para que me des tu opinión algún mes de estos, y así pueda llevarte la contraria, o no. Para mí es un honor, un placer y un gusto saber que a alguien le interesa lo que escribo. A lo mejor me debería dedicar a ello, oye, a enviar cartas por Internet a conocidos, parientes cercanos, lejanos e indiferentes, a mi desconocido, como señalé, club de fans y a amigas como vos que tienen un encanto especial.
Pues lo dicho, un beso y de nada por estos minutos robados.
Y vuelta tras vuelta, ideé una obra de tres cuerpos (y alguno pensará: claro, por eso tres relojes de arena ). Pues no. Error. El título original iba a ser TELMO Y LUIS. Una historia de carretera contada entre paréntesis. Horrible. Menos mal, que al poco apareció un anuncio de una marca de combustible cuyo lema era precisamente Telmo y Luis. Al principio, frustrado, pensé que me lo habían pisado, pero después me alegré. Así que opté por los relojes de arena, que no serían ni uno ni más de cinco. El propio texto dictaría el número. Y dictó tres, posiblemente porque tenga que ver con el tiempo: pasado presente y futuro o con las partes del propio objeto: la superior, la inferior y el estrechamiento por donde desciende la arena.
En agosto de 2008 comienzo a redactar el texto que me llevaría hasta junio de 2009, fecha en que se termina la primera versión, que no la definitiva de Tres relojes de arena.Y digo la primera, porque después vendria una segunda, cuya diferencia con la anterior era la presencia de diálogos y una puntuación más coherente.
Me explico. El texto original era demasiado exigente con el lector, le planteaba un relato sin apenas puntos, con frases interminables y subordinadísimas. La bauticé "versión Saramago". Isabel Camblor, escritora, hada madrina y amiga encantadora a la que conocí en la Feria del Libro de Madrid 2008, tras leer el manuscrito, me aconsejó que lo modificara, no el contenido, sí la configuración, que a veces las necesidades del escritor se daban de bruces contra el lector. Y me animó y me escribió algo que apunté y aún guardo: "Quédate con tu capacidad para dibujar caracteres eficaces a la hora de conmover, con tu habilidad para encontrar buenas imágenes, con tu calidez". Gracias otra vez, Cenicienta (es así como la llamo: uno de sus libros, que recomiendo se titula "Maldita Cenicienta").
Le hice caso y, a pesar de lo que odio corregir, me puse manos a la obra y en enero de 2010 encuaderné la versión Camblor, pensando que sería la "refinitiva". Pero aún quedaba otra corrección, que daría lugar a la "versión Sir Txarles", ya que mi hermano Carlos me sugirió la supresión de un elemento en la tercera parte del libro que despistaba y daba pie a la confusión. Otra corrección más no, please.
En marzo de 2010, y con la tercera versión completada, harto de fotocopias encuadernadas en canutillo, me lancé a imprimir 20 ejemplares en formato libro, que me salieron una pasta, pero dí por buena la inversión, y ya que no les invito a cervezas pues salgo poco, invité a libros a mis amigos, que me seguían animando, que todo era cuestión de tiempo.
Por si acaso, como sólo tenía que perder el dinero de las fotocopias y de los portes, en noviembre de ese mismo año me presenté al PREMIO DE NOVELA CAFÉ GIJÓN 2010. Nada. Pero para que luego no digan que no lo intenté.
En noviembre de 2011, escéptico total, no escarmentado con lo del Café Gijón, envié el manuscrito al V premio literario Volskwagen Qué leer, más que nada por probar, aunque no esperara nada; además salía gratis pues sólo había que colgarlo en la página del concurso. De nuevo, nada.
En Abril de 2012, junto al manuscrito de En doble fila, entregué el trabajo a Lastre.
Unas semanas más tarde, como ya había trabajado con él en la corrección del texto final de En doble fila, recapacité y concluí que Tres relojes de arena, necesitaba unos retoques. Así que mientras llegaban de la imprenta los ejemplares de mi primera novela publicada, maté los nervios con esa ocupación odiosa, corrigiendo por cuarta vez el manuscrito de marras, naciendo así una nueva versión llamada "versión mayo 2012", que a la espera de la lectura del señor editor de Arte Activo, será la penúltima si es que se llega a publicar. Un pajarito me ha dicho que será lo más posible. Para 2013. Eso sí, yo no corrijo más ni una frase.
A continuación y para concluir esta página, que espero algún día pueda ser ampliada -eso significará que se publicó-, incluyo a continuación el prólogo que redacté para introducir la obra.
TRES RELOJES DE ARENA (PRÓLOGO)
Es viernes. Las cinco de la tarde, aproximadamente. El fin de semana comienza como uno de tantos. Los viajeros se lanzan a la carretera. Poner kilómetros de por medio parece el único remedio eficaz para escapar de la rutina y combatir durante un par de días la desidia cotidiana, a sabiendas de que el lunes todo seguirá igual. Algunos regresan a casa en sus camiones. Otros se acercan a la ciudad más cercana para hacer unas compras, cenar, asistir al teatro. Los hay que aún cumplen con su jornada laboral en la cabina del peaje, en la cafetería del área de servicio, en el taxi de la empresa con destino a Barcelona. Uno de ellos deambula sin saber dónde terminará su peregrinación.
Tan sólo una pequeña salvedad: aunque es abril, nieva intensamente. Una vez rebasados el área de servicio de la autopista y el peaje, a escasos minutos de allí les aguarda el túnel. La pendiente helada que se abre tras él, un cervatillo travieso y la arrogancia de un chulo a bordo de su todoterreno provocarán un enorme atasco en la autovía que permanecerá bloqueada durante varias horas.
La carretera de por sí suele ejercer el papel de psicóloga paciente que nos tumba en su diván y nos interroga una y otra vez, sin urgencias, ofreciéndonos la oportunidad de tomarnos nuestro tiempo. En esta ocasión se ha aliado con el clima. Las ilusiones y el revuelo inicial propios del comienzo de un viaje se ven amortiguados por la presencia perturbadora de la nieve. La Naturaleza impone la quietud y el silencio. La sensación de impotencia queda simbolizada en la gran caravana, inmóvil sobre el asfalto blanquecino y húmedo. Los sentimientos son convocados. Se espabilan los recuerdos. Hay cicatrices que se reabren. Todo invita a reordenar las estanterías del alma.
Sobrevolando la carretera (y las páginas del libro), un par de preguntas que se transforman en una sola duda, si bien, persistente: ¿en dónde reside el fallo? ¿Quién nos dijo que la vida era otra cosa? La contundencia de lo inesperado, la capacidad implícita de los imprevistos para poner en evidencia la propia finitud obligan a inclinar la cabeza, sugieren que quizás la vida sea esto: nada de héroes, ni princesas, ni finales con perdices. A lo sumo pequeñas historias llenas de escombros, novelitas baratas de bolsillo acerca de primates engreídos que por caminar sobre dos patas y poseer una inteligencia superior se creyeron con derecho a todo. A la hora de la verdad, ellos, que se fabricaron a los dioses a su imagen y semejanza para encontrar el sentido a una existencia presuntamente absurda, no son capaces de aceptar su limitación congénita ni de conjugar con éxito expresiones como nada o nunca más. Toda una vida jugando a ser magos, peleando con la varita y los polvos milagrosos, intentando sacar de la chistera un lindo conejito de largas orejas o la paloma blanca de Georgie Dann. ¡Ilusos aprendices! Cuando resuena algo dentro del sombrero nos encontramos con un gato despanzurrado en el arcén, con sacos de desperdicios apilados junto al contenedor gris de la basura, con la mirada ida de un anciano que anuncia que este cuento se acabó.
El negro asfalto se convierte en espejo, y nuestra imagen en la de un náufrago rodeado de alquitrán y contradicción que sobrevive a base de mínimas treguas. Aún así, mientras tarareamos aquella canción mentirosa de Police, anhelamos que en nuestra isla desembarque una botella con un hermoso mensaje en su interior escrito con buena letra, a ser posible. No suele ocurrir y, si lo hace, comprobamos que se trata de una lata de cerveza desteñida y vacía, recubierta de agua y sal; además está agujereada, tal vez el mordisco de algún tiburón despistado o miope.
Sé que es complicado enviar mensajes en botellas a través de carreteras secundarias, lo normal es que las atropellen o acaben olvidadas en la cuneta. Puede que sea la estúpida tendencia de los que habitamos en ciudades lluviosas y sin playa. De cualquier forma, aquí te va el mío, desnudo, sin envase, amparado por la complicidad de sabernos náufragos los dos.
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| DESAYUNOS EN EL OIHUKA |
El último domingo de setiembre de 2012 se paró el blog, se paró facebook, se pararon
las intenciones de retomar la novela que tenía entre manos, y casi se me para
la digestión, y eso que aquel domingo solo cené un yogur natural. Algo me decía que octubre
sería “chungo”, diferente.
Pero no toda
la culpa es mía, tampoco del chachachá. El responsable fue mi ínclito editor,
Roberto Lastre, el cual, en la noche del 30 de setiembre, me envía un mail y me
dice más o menos: “Libro TRES RELOJES DE
ARENA stop empezamos a revisar el texto stop para marzo no stop publicamos ya
stop en diciembre stop hasta luego, Lucas stop”.
El
pajarito que me habló del mes de marzo se equivocó, tal vez fuera una
paloma por aquello de la canción. Los planes de mi editor habían
cambiado. No sería marzo del año próximo, sino diciembre de éste.
También me equivoqué yo, palomo atolondrado, que en el mismo párrafo en que dije lo del pajarito, afirmé que no volvería a tocar el texto original para corregirlo. Con la ayuda de mi hermano Carlos, le dimos varias vuletas al texto entre los tres. Hubo que reestructurar el texto, suprimir cosas, corregir errores, matizar detalles.Por fin, el día 10 de noviembre, el texto quedó listo. Lastre y yo -Carlos estaba de viaje-, lo celebramos con un marianito y una buena conversación sobre algunos autores franceses como Proust, Camus o Sthendal y sobre el contenido filosófico que subyacía en la obra y que le recordaba a ciertos postulados de Nietzsche.
Para terminar con la charla y
con el vermouth, Lastre me volvió a preguntar por enésima vez cómo se
me podía haber ocurrido esta novela y yo le contesté que era una forma
metafórica de explicar lo que yo pensaba de la vida.




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