Hace una semana mi teléfono provisto de Internet, un
smartphone como se les llama técnicamente, saltó desde mi bolsillo a un charco
abducido por el espíritu de Chiquito Grijandemor. No alcancé a escucharlo pero
seguro que pronunció “al ataqueeeer”. Me quedé sin teléfono, y si hubiera
llevado reloj también lo hubiera perdido pues para recuperarlo metí la mano en
el agua hasta el puño.
No soy mucho de tecnologías, pero reconozco que le había
cogido gustillo a eso de “estar conectado”: era la única manera de sentirme en
contacto durante la jornada con otra realidad más amable que la de andar todo
el día corriendo, presionado, paquete p’arriba, paquete p’abajo. No entiendo lo
del whatsapp, ni lo de bajarse aplicaciones o movidas por el estilo.
Tal vez esa ignorancia provocó en su día que en lugar de
buscar una aplicación capaz de ayudarme a asimilar el paso del tiempo, a
comprender el significado de la fugacidad, me aplicara en la tarea de jugar con
las metáforas y las alegorías, y acabara construyendo un relato, una parábola
contemporánea de un montón de paginas. A unos les da por apretar teclitas;
otros, de carácter más obtuso, preferimos tontear con la literatura, para
llegar al final a idénticas conclusiones.
Encima de mi pupitre los puse juntos: el móvil suicidado y
un reloj de arena que compré en un anticuario.

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